LA
MAGIA DE LOS NUMEROS
En
la historia y en la prehistoria, en todas las culturas y en todas las
religiones -babilonios y sumerios, griegos y egipcios, judíos y
cristianos...- se ha otorgado un valor místico y divino a ciertos números.
Esto explica el significado especial que, todavía hoy, algunas cifras
tienen a los ojos de muchas personas.
Se
da por sentado que el mundo de las cifras y las matemáticas está
exclusivamente habitado por la razón; que los sentimientos, las ideas
religiosas y las emociones no tienen cabida en él. Pero ¿es así en
realidad?
Si
damos un salto atrás en el tiempo y nos remontamos a la época en que el
hombre empezó a ocuparse de los números, llegamos hasta la edad de
piedra. Los cazadores prehistóricos han dejado en sus cavernas
testimonios rudimentarios de cálculos de calendario que relacionaban las
estaciones del año con la aparición de los rebaños de animales que les
procuraban el sustento.
El
cálculo del calendario implicaba la observación del firmamento
estrellado, y, naturalmente, el hombre primitivo no tenía la más mínima
idea de la mecánica celeste. Sólo sabía que el calor del Sol, el rayo y
la lluvia procedían del cielo. La bóveda celeste era al mismo tiempo
fuente de bendiciones y maldiciones. La consecuencia lógica fue que la
observación del firmamento y los cálculos del calendario se convirtieron
en objeto de culto. Sondear la voluntad de los dioses significaba no
hallarse tan impotente ante las fuerzas del destino. Y el hombre primitivo
creía que a los dioses celestiales se les podía influir con ofrendas y
conjuros. La relación entre el cálculo y la religión aún se hizo más
patente cuando los cazadores se asentaron y se convirtieron en
agricultores y ganaderos. El cultivo de los campos y la cría del ganado
debían estar sujetos a un orden, un mandato divino que era posible prever
y calcular dentro de unos márgenes. Sequías, inundaciones y catástrofes
naturales no eran más que expresión de esa misma voluntad, contrariada,
de los dioses.
Las
culturas sumerias, egipcias y babilonias nos han aportado curiosos
testimonios de religiones naturales emparentadas con el arte del cálculo.
Maestros matemáticos y sacerdotes trabajaban codo con codo en la
administración del imperio, la elaboración de cálculos del calendario,
la astronomía y las predicciones astrológicas. Lógico fue entonces que,
a raíz de aquellos estudios y mediciones, las propias cifras adquirieran
una significación sagrada.
El
número 60, por ejemplo, fue utilizado como base del más importante
sistema babilonio de numeración. El amor por dicho número tenía entre
los astrónomos un trasfondo mitológico y práctico a la vez: para la
elaboración de planisferios había que dividir el firmamento en secciones
iguales. El número 10 planteaba un inconveniente fundamental: sólo tenía
como dividendos el 2 y el 5. Por el contrario, la cifra 60 poseía muchos
más: el 2, 3, 4, 5, 6, 10, 12, 15, 20 y 30. Con este número, la bóveda
celeste era mucho más fácil de descomponer en sectores del mismo tamaño
y, lo que era aún más importante, de hacer compatible con la marcha de
los astros: el calendario babilónico también procedía del número 60,
tenía 360 días.
Pero
hubo en la Antigüedad otra cifra divina por excelencia: el 7. ¿Por
qué, si era indivisible y difícilmente adaptable a los cálculos numéricos?
Los astrónomos se dieron cuenta de que había dos tipos de astros: unos,
impertérritos, encadenados al firmamento; otros, errantes, que describen
sus órbitas en el cielo. Junto al Sol y la Luna, vagando por el espacio,
sólo se conocían los planetas observables a simple vista: Mercurio,
Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Estos siete cuerpos celestes
representaban el orden cósmico divino. No es fruto de la casualidad que
los planetas de nuestro sistema solar lleven nombre de divinidades.
No
hay, pues, que prejuzgar la cifra divina como una superstición
absurda. Ya en el primer libro del Génesis se decía: "Y Dios
bendijo el séptimo día y lo santificó, ya que en él descansó de todas
sus creaciones..." Naturalmente en la Sagrada Escritura también
aparecen las cifras 10 y 12. De ahí que existan diez mandamientos, diez
plagas en Egipto, doce en Israel, doce apóstoles... Quien trate de
descifrar el Antiguo Testamento a la luz de los símbolos numéricos hará
curiosos descubrimientos. La cifra 7 aparece en estos textos docenas de
veces: los siete pecados capitales, las siete maravillas del mundo, los
siete sacramentos, los siete mares, el sermón de las siete palabras... El
número 7 aparece a lo largo de la Biblia como una fórmula mágica, Los
psicólogos han descubierto que nuestra memoria tiene una extraña fijación
con el 7.
Pero
regresemos al mundo de las matemáticas. La ciencia semioculta de los
sacerdotes babilonios y egipcios se convirtió en Grecia en un saber científico
libre y diáfano. Uno de los pioneros de este nuevo desarrollo de las
matemáticas -que tuvo sus orígenes allá por el siglo VI antes de
Cristo- fue Tales de Mileto, quien, a su vez, pasó a los anales de la
historia griega como uno de "los siete sabios". Sus
conocimientos, adquiridos durante sus viajes al Oriente Próximo, sentaron
la base de su filosofía natural. Pero lo que le diferenciaba de sus colegas
egipcios y babilonios era que él no trataba de anteponer una visión mística
del mundo a los cálculos racionales. Así los griegos comenzaron a
experimentar con diversos modelos mecánicos del universo. Aparecieron por
primera vez conceptos como materia, fuerza o energía. Hoy sabemos que
aquellas ideas aún eran muy vagas pero podemos intuir la repercusión que
tuvieron en la mentalidad de los hombres de aquella época. Las antiguas
divinidades, recibieron un nuevo puesto, más ajustado, en el orden del
universo. ¿Significaba eso el nacimiento del hombre racional y el fin de
los dioses celestes? La respuesta parece muy poco matemática: sí y no.
Cuando
los sabios medievales redescubrieron los textos de la Antigüedad clásica,
se dieron cuenta de con qué ideas revolucionarias habían estado
trabajando los matemáticos griegos. Comparándose con ellos, los
investigadores del Medioevo parecían de la época prebabilónica: su
matemática se había limitado a la mística de las cifras, al cómputo de
las fiestas eclesiásticas y a procesos aritméticos muy sencillos, en los
que la división aparecía como un complicado arte matemático. ¿Cómo
fue posible que tantos conocimientos científicos se eclipsaran durante
siglos de la conciencia humana? La respuesta también está en los
griegos; concretamente en Pitágoras de Samos. También entre los griegos
existía lo inexplicable, la humana paradoja de que, junto al conocimiento
matemático fundado en la razón, se encontraba fuertemente arraigada una
matemática sobrenatural y mitológica. Su fundador fue Pitágoras. Tras
muchos viajes a Oriente, fundó Crotona (al sur de Italia) una escuela
matemática. Junto a la enseñanza de esa ciencia, el insigne griego también
instruía a sus alumnos en la veneración de las cifras y en la
reencarnación de las almas.
Desde
el punto de vista de la escuela pitagórica, el universo se componía
de cifras. Las rectas eran femeninas y las curvas, masculinas. El número
1 se consideraba como el creador de todo lo demás. ¿De dónde procedía
esa convicción en la fuerza de las cifras? En los estudios de las escalas
musicales se descubrió que los tonos poseen una relación estrictamente
numérica entre sí. Así, cuando se recortaba la cuerda de un instrumento
musical en la proporción 2:1, resultaba la octava. De este importante
descubrimiento musical se dedujo que toda armonía de la naturaleza se
basaba en una relación numérica. Incluso las órbitas de los planetas
debían obedecer esta numérica "armonía celestial". ¿Qué podían
hacer los matemáticos sino adoptar la creencia de que esta armonía habría
de ser válida también para la geometría? Ironías del destino, porque
sería precisamente el teorema de Pitágoras lo que cuestionaría toda la
teoría pitagórica: descubrieron que la diagonal de un cuadrado con una
longitud lateral uno, daba como resultado el valor de la raíz de
dos. Esto significaba que había que hallar una cifra o una fracción que
multiplicada por sí misma diera un valor dos. Pero por mucho que
se esforzaron, no consiguieron hallarla, así que llegaron a la conclusión
de que habían topado con la cifra irracional. Una denominación
que, para nosotros, no tiene nada de extraordinaria ya que, hoy, en
nuestro sistema numérico se conocen numerosas cifras irracionales.
Los
pitagóricos veían el asunto de forma muy diferente. Ante todo, guardaron
en secreto su descubrimiento, comprometiéndose a no revelarlo bajo ningún
concepto. Incluso dictaron un castigo para quien violara esa norma
sectaria. Así, cuando el pitagórico Hiparcos -que había osado revelar a
profanos sus conocimientos numéricos- pereció en un naufragio, todos sus
hermanos de orden lo consideraron un castigo divino. Sería en este
momento cuando se cerraría el círculo y volveríamos al razonamiento
matemático medieval. La parte mitológica -derivada de una armonía numérica
sobrenatural- fue asumida por el cristianismo, y la parte más
estrictamente científica y matemática se perdió poco a poco.
La
liberación de la concepción mística del mundo supuso un hito cultural
en la historia del pensamiento, tal como nos revela la biografía del astrónomo
y matemático Kepler (1571-1630). Sólo cuando Kepler se atrevió a mirar
mas allá de la religión consiguió establecer la consonancia entre sus cálculos
y sus conocimientos astronómicos. Así fue como demostró que los
planetas describen órbitas elípticas alrededor del Sol. Y todavía hoy,
en plena era de la astronáutica, los científicos siguen constatando que
cada satélite, cada sonda espacial, siguen fielmente las leyes de la mecánica
celeste que Kepler descubriera hace cuatrocientos años.
Regresemos,
no obstante, al número infinito, a ese número que atrae
irresistiblemente al hombre desde que se ocupa de las matemáticas. ¿Puede
entonces siquiera imaginarse el infinito en términos de cálculo? Los
matemáticos están de acuerdo en que lo infinito resulta impensable en el
mundo de lo real. Tomemos, por ejemplo, una cifra muy elevada: el número
total de partículas que existen en el universo -protones, neutrones y
electrones- se ha calculado en torno a 10 elevado a 80, un número con
ochenta ceros que, en definitiva, resulta relativo y no infinito.
A
lo largo de la historia del pensamiento y la ciencia han sido muchos -Anaxágoras,
Arquímedes, Aristóteles..., en la Antigüedad; Gauss y Cantor, entre
muchos otros, en la Edad Contemporánea- los que han sentido la fascinación
del infinito, una cifra mágica que salta hecha pedazos en el momento que
se le suma un simple uno.
Lo
infinito apareció cuando la razón humana quiso crearlo. Y así, del
mismo modo que es posible imaginar la dimensión del tiempo en su aspecto
infinito, puede también imaginarse un mundo infinito de números
susceptibles de ser calculados.
El
griego Zenón de Elea con su conocida paradoja -Aquiles el rápido
debía competir con una tortuga que le llevaba diez metros de ventaja-
pretendía demostrar lo absurdo de lo infinito. La tesis de este filósofo
era que, aunque Aquiles era capaz de correr diez metros en un segundo,
nunca podría sobrepasar a la tortuga que en ese mismo tiempo sólo
avanzaba un metro. Porque toda vez que Aquiles llegara a los sucesivos
puntos que fuese alcanzando la tortuga, ésta ya habría recorrido otro
espacio, inferior, pero rigurosamente proporcional al recorrido por
Aquiles. Y aunque este continuara su persecución, la tortuga le sacaría
ventaja, por mínima que fuese, y que según Zenón se perpetuaría hasta
el infinito. Todo el mundo sabe que en la realidad cualquier corredor
sobrepasaría la tortuga exactamente a los 1+1 1/9 segundos.
Entonces, ¿por qué resulta aparentemente irrebatible la impecable tesis
de Aquiles y la tortuga?
Para
George Cantor, creador de la teoría de conjuntos infinitos, a finales del
siglo XIX, los números infinitos pueden existir verdaderamente, aunque,
eso sí, respondiendo a unas reglas matemáticas distintas a las que rigen
a los números finitos. Lo contrario daría lugar a este tipo de
"sofisma teórico" escondido tras una expresión matemática.
Para explicarlo, Cantor planteaba otra paradoja. Si se toman todos los números
enteros del uno al mil: 1, 2, 3..., y se comparan con una segunda serie
pero esta vez de números pares sólo: 2, 4, 6, 8..., obviamente la
primera serie contiene el doble de cifras de la segunda. Ahora bien, si se
suceden ambas series hasta el infinito adquieren las dos la misma cantidad
de elementos. Cantor lo hacía adjudicando a cada número de la primera
serie uno de la segunda, de tal manera que al 1 de la primera serie le
correspondería el 2 de la segunda; al 2 de la primera, el 4 de la
segunda; al 3, el 6; el 4 el 8 y así hasta el infinito, y siempre habría
una cifra de la segunda serie para adjudicar a la primera, ¡aun cuando de
la segunda se había eliminado un número de cada dos! Sin embargo, el
mismo Cantor resolvía su propia paradoja, y también la planteada muchos
siglos antes por Zenón, defendiendo tres tipos de infinitos y proponiendo
la existencia de diferentes tamaños de infinitos, algo tan novedoso que
muchos entendidos, antes y ahora, se niegan a aceptar. Porque, ¿existe
realmente el infinito o se trata sólo de un sueño de la razón? Y si
existe, ¿todos los posibles infinitos son iguales? El asunto es tan
complejo que daría para muchas más páginas de las que admite este
reportaje. Habrá que volver obligatoriamente sobre el tema en otra ocasión.
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